Llevaba tres meses en el
convento de San Francisco en Tepeapulco y tenía la sensación de haber estado
entre esas paredes toda mi vida, el invierno era frío y me recordaba a mi Daimiel
natal, llevaba en mi retina los grandes humedales de vegetación frondosa y a la
vez los secos páramos de mi tierra la mancha que tanto amaba, era todo tan
distinto y tan igual.
Mi mano con los enfermos y
paciencia despertó de muy joven, mi madre se ganaba la vida en la labranza en
las tierras de los señores colindantes, cuando no había labores en el campo, se
dedicaba a la elaboración de ungüentos y la curación de enfermos, tal y como
habían hecho antes su madre, los humedales eran mágicos, llenos de leyendas y
naturaleza, venía gente de toda la comarca a vernos para hacerles curas, vivíamos
dentro de nuestra pobreza felices ayudando a nuestros vecinos y comarca.
Un buen día unos soldados de
la Santa Inquisición me llevaron de casa sin más explicaciones, sin apenas
poder despedirme de madre. Mi fama como buen hacedor del bien en los enfermos me
hizo ser llamado por el Santo Oficio de manera urgente, fui llevado a la villa
de Daimiel, donde se encontraba el mismo arzobispo de Toledo, donde me ofreció
o irme a las Américas voluntariamente o condenar a mi madre a muerte por
brujería, así fui embarcado hacia el nuevo mundo. Acompañaba a un gran hidalgo
y a un viejo abad, ambos familiares del arzobispo que viajaban a la ciudad de
México a ocupar puestos de relevancia en la colonia, eran los dos muy temerosos
de Dios y de las dolencias del nuevo mundo, veían en su nuevo destino una tierra
hostil, llena de misterios y enfermedades, el remedio a sus males supuestamente
sería yo y mis conocimientos en medicina, por eso estaba allí, mi fama me había
condenado.
El abad murió antes de llegar
al nuevo mundo, demasiado mayor para un viaje marítimo duro quedando huérfano
de uno de mis raptores, al final quedé de mancebo privado del hidalgo D. Juan
de Calatrava. Después de muchos avatares y desdichas en la conquista del nuevo
mundo, mi señor desapareció misteriosamente una noche cerca del lago Texoco,
después de ese luctuoso acontecimiento continué acompañando a la tropa ejerciendo
de médico y cocinero , un buen día caí enfermo y fui atendido en el convento
donde me encuentro, allí para evitar incorporarme de nuevo y ver más barbaries,
tomé unas hierbas que prácticamente me llevaron al borde de la muerte, no
calculé bien las cantidades, los soldados temerosos de enfermedades contagiosas
me dejaron aquí a mi suerte y continuaron su camino de guerra y miserias por el
inmenso nuevo mundo.
Pronto se interesó por mi Bernardino
de Sahagún que se convirtió en mi hacedor, impresionado por mis dotes para la
cura y la medicina, poniéndome enseguida al frente del pequeño hospital a la
vera del monasterio.
La primera noche que la vi
estaba haciendo unas curas en las pieles de los indígenas, el coclizti o la
viruela para nosotros estaba causando estragos, la estancia era grande, repleta
de enfermos, estaba cansado y con dolores de cabeza, uno de los síntomas
finales de los enfermos eran delirios, locura y muerte, sus gritos nos volvían
locos, así que salí a descansar mis
oídos, a rezar por tanta alma en tránsito, era noche cerrada, no había nadie fuera
del portón, silencio, dolorosa quietud, sepulcral ausencia de sonido, fue
entonces cuando comencé a escuchar a una mujer que voceaba y bramaba con
fuerza, eran gritos desgarradores, esencia de una pena enorme, inmensa,
eterna, sentí miedo y confusión, una
gran desazón y zozobra se apoderó de mí, sus sollozos eran huecos, constantes,
extraños, debía aplacar ese dolor, bajé
ladera abajo dirección a la laguna, anduve un muy largo trecho, entre gritos,
sollozos y un extraño murmullo, tenía que encontrar a esa pobre mujer. Entonces
al lado de un riachuelo la vi, era una mujer vestida de blanco con un largo pelo
largo, sedoso, oscuro, los juegos de luces de la candela que portaba y la luna recreaba
una figura difusa, flotante, su piel muy blanca daba la sensación de estar
enteramente pintada, su frente por el juego de luces y sombras parecía tener
pequeños cuernos y sus increíbles ojos negros como el azabache parecían los hoyuelos
de una calavera.
-Señora, ¿se encuentra usted
bien? – la voz me salía temblorosa pues sabía que lo que estaba viendo no era
normal, algo tocó mi espalda me viré y no había nada, fue entonces cuando noté
que estaba a mi vera, pegada a mí, podía oler su fétido aroma, tenía cogida mi
mano, sentía su tacto gélido de un cuerpo sin vida, no me atreví a girar la
cabeza y mirarla, solo pude oler su putrefacto aliento y sus lúgubres palabras
-Sois portadores de muerte, mis
hijos se pudren bajo tierra, ¿vas tu a aliviar mis penas Antonio? – continúo
hablando en lengua indígena con mucha parsimonia – has de pagar el peaje por el
viaje de los míos…
Desperté agobiado, ¿había sido
todo un mal sueño?, tenía que hablar con alguien, estaba asustado, después de
la oración de la mañana fui a hablar con el padre Bernardino, lo encontré como
siempre escribiendo junto a otros monjes e indígenas.
-Padre he tenido un mal sueño,
ayúdeme.
-Antonio, llevas un ritmo de
trabajo infernal, intentas salvar vidas de una manera heroica, lucha titánica
que admiramos todos, debes descansar, no puedes continuar así.
-Soñé con una mujer que
lloraba como nunca antes había escuchado, su ritmo y cadencia era aterradora,
era como entrar en otra dimensión, el sueño fue tan real, que todavía siento
dentro de mí una pena enorme que me embriaga, pensamientos confusos me
torturan…
- Antonio, esta tierra
milenaria está plagada de misterios, comprender a estos pueblos, su cultura y
tradiciones es muy difícil, tan solo he de decirte que has de tener mucha fe,
sus creencias son muy poderosas y tienen mucha fuerza -le puso la mano al hombro
y continuó hablándole- el ser que nombras le laman “la llorona”, creo que todos
alguna vez hemos oído hablar de ella, dicen que es un ser que recoge almas y
las lleva a otros mundos, se fuerte, estas sometido a mucha presión en tu
trabajo con los enfermos, habrás oído hablar de ella y lo has soñado… en
definitiva un mal sueño que has tenido que debe reforzar tu inquebrantable fe
en Dios.
Poco a poco todo volvió a la
normalidad, conseguí calmarme y continué con mi labor de curación, en el mes de
abril de 1550 los muertos diarios ya se contaban por cientos, hombres, mujeres
y niños, repartidos por todos los rincones del hospital y el convento. Los
viajes eran constantes al almacén donde se guardaban las hierbas y otros
menesteres, aquella noche al llegar para preparar un ungüento quedé dormido, un
ruido me despertó y ahí enfrente se encontraba ella, un miedo profundo me
inmovilizó, un vestido blanco y vaporoso recorría su cuerpo, con su mano
derecha lo dejó caer y quedó su cuerpo desnudo, se acercó sensualmente hacia
mí, parecía flotar por la sala, en ese momento noté una tremenda erección, recé,
pero mis impulsos eran más fuertes que mi fe, se sentó encima de mí e introdujo
mi miembro dentro de ella comenzando a moverse lenta y sinuosamente, cogió mis
brazos y me obligó a abrazarla, entonces sentí que su espalda tenía el mismo
tacto que la corteza de un árbol y allí donde debía encontrarse la columna
estaba ¡hueco! No había nada, sentí terror, pánico y a la vez amor hacia ella y
un placer inmenso, todo mi yo se vacío dentro de esa mujer, nunca había sentido
nada igual. Me miraron esos ojos negros sin expresión y se levantó lentamente,
desprendía un dulce y agradable aroma, en su muñeca izquierda llevaba un
brazalete de oro bellamente repujado con una figura de mujer con una soga al
cuello, se alejó tres pasos y su vestimenta volvió a ella como si fuese una
parte de su cuerpo.
-Deberás acompañarme, tengo
que cobrarme las penas por la desdicha de la pérdida de mis hijos, mi lujuria y
deseo son para calmar mi inmenso dolor - entonces mientras continuaba hablando
volví a oler ese hedor del primer día que la conocí y el miedo me invadió- Eres
un hombre que resplandeces, pero mi pena es tan grande que ni mil almas la
aplacarían, pronto tú mismo me desearás y entrarás de nuevo en mi ser, pero ya
no saldrás, mientras llega ese día, cuida de mis hijos, protégelos de las penas
que les atormentan - y extendiendo su brazo despareció lentamente entre
penumbras.
No dormí en toda la noche, me
sentía impuro, había pecado, pero también había tenido sensaciones desconocidas
hasta entonces, temía perder mi fe, tenía miedo de su inmenso poder que me
embriagaba.
Al día siguiente, nada más
bajar a la sala principal me tope con una extraña y bellísima mujer nativa,
joven de pelo negro como el azabache, la observé no estaba infectada, su mal
era el cuello casi roto, parecía que se
había intentado suicidar, desde la llegada de los españoles muchísimos
indígenas optaban por quitarse la vida ante un sentimiento de derrota,
condiciones de supervivencia muy duras y no encontrar sentido a sus vidas, era muy común, curé su piel con ungüento y lavé
las hendiduras del cuello, las observé y las heridas desdibujaban figuras y
mensajes sobrenaturales que me impresionaron, poco tiempo más pude dedicarla, a media
mañana estaba otra vez la sala llena de gritos, sangre, dolor y sufrimiento.
Ya por la noche estando en la
puerta del hospicio dos novicios llenaban el carromato de cadáveres, se
dirigían hacia el enorme zanjón cerca de la laguna a tirar los cuerpos, el último
de ellos era la mujer del cuello roto, entonces recordé los símbolos y heridas
de su cuello, quedando de piedra al relacionarlo todo con el brazalete de la
mujer que llora, se me estaba avisando de algo terrible, presentí que se me
indicaba un camino.
A la mañana siguiente las muertes
continuaron, había un repunte muy virulento de la enfermedad, no se daba abasto
con tantas pérdidas, agotado a media mañana me senté en una cama curando a un
hombre de muy avanzada edad lleno de tatuajes irreconocibles por una piel vieja
y muy arrugada, de repente sin saber por qué rompí a llorar desconsoladamente, el
viejo me puso la mano sobre la pierna y me dijo:
-Tenpecutli ha llamado a tu
corazón hijo, siento su espíritu llamándote, te reclama como suya, ahora
perteneces a Xibalbá, los gemelos divinos esperan ya tu presencia- comenzó a
cantar una canción en voz baja, quedé mirándole sorprendido por sus extrañas
palabras, pronto dejó de cantar, había fallecido. Agotado y muy triste me levanté marchando esa
noche confuso, sin decir palabra.
Volví a mi celda, cerré la
puerta y allí estaba mi cama llena de una enredadera grande y leñosa, con unas
hermosas flores blancas, no me sorprendió, sentí que la mujer que lloraba
quería decirme algo, así que fui en su búsqueda al riachuelo, al llegar me
esperaban como una especie de comitiva de bienvenida el viejo chamán y la ahorcada
cantaban en voz baja mientras me señalaban dirección al agua, según me acercaba
a la orilla del lago la oí sollozar, una pena inmensa recorrió mi cuerpo, con
delicadeza la cogí su ahora cálida mano,
la mujer que llora no me mostró su cara pero sentí su amor y su dolor, sumergiéndonos
poco a poco en el agua o más bien en su reino, era mi bautismo en su religión
milenaria, era mi renacer real en el otro mundo.
El nuevo capellán entró en mi
celda, extrañado por no aparecer en los maitines de la mañana fue en mi
búsqueda, pero evidentemente no respondí, un delicado perfume embriagaba la instancia,
quedó extrañado, se acercó y allí me vio colgado con las sábanas de una viga al
techo, era el tributo que debía pagar por haber yacido con la llorona, la joven
en la marcas de su cuello me mostró el camino para llegar a ella, era el precio
a pagar por estar por siempre jamás a su lado.
Los dos novicios echaron mi
cuerpo a la carreta, los infectados y los suicidas no merecían campo santo, el
capellán había ordenado que me mandaran al zanjón de la laguna, aunque yo ya
era un mexica que vivía en la laguna.
Bernardino se enteró de mi
muerte al regreso de la metrópoli, pese a ser un hombre comedido y muy educado,
montó en colera con el capellán, consideró indecente que hubiera dado la orden
de que me tiraran al zanjón, pues todos sabían de mi fe, integridad y bondad
con los enfermos. Mandó ir a buscar mi cuerpo, pero pese a las intensas
búsquedas entre los cadáveres no aparecí por ningún lado…
Al capellán a los pocos días se
le mandó a predicar al desierto, todos sabían que era una pena de muerte segura.
Bernardino de Sahagún en mi
honor pues le di fe de la existencia de un rumor incluyó un breve apunte sobre
parte de la conversación que tuvimos y dio constancia por primera vez por
escrito de la llorona en su libro “historia general de las cosas de Nueva
España”;
“…aparecía muchas veces como
una señora compuesta con unos atavíos como se usan en palacio; decían también
que de noche voceaba y bramaba en el aire… los atavíos con que esta mujer
aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos
cornezuelos cruzados sobe la frente…”
(Historia libro I, capítulo
VI)
Amen
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