domingo, 25 de octubre de 2020

LA LLORONA

 


Llevaba tres meses en el convento de San Francisco en Tepeapulco y tenía la sensación de haber estado entre esas paredes toda mi vida, el invierno era frío y me recordaba a mi Daimiel natal, llevaba en mi retina los grandes humedales de vegetación frondosa y a la vez los secos páramos de mi tierra la mancha que tanto amaba, era todo tan distinto y tan igual.

Mi mano con los enfermos y paciencia despertó de muy joven, mi madre se ganaba la vida en la labranza en las tierras de los señores colindantes, cuando no había labores en el campo, se dedicaba a la elaboración de ungüentos y la curación de enfermos, tal y como habían hecho antes su madre, los humedales eran mágicos, llenos de leyendas y naturaleza, venía gente de toda la comarca a vernos para hacerles curas, vivíamos dentro de nuestra pobreza felices ayudando a nuestros vecinos y comarca.

Un buen día unos soldados de la Santa Inquisición me llevaron de casa sin más explicaciones, sin apenas poder despedirme de madre. Mi fama como buen hacedor del bien en los enfermos me hizo ser llamado por el Santo Oficio de manera urgente, fui llevado a la villa de Daimiel, donde se encontraba el mismo arzobispo de Toledo, donde me ofreció o irme a las Américas voluntariamente o condenar a mi madre a muerte por brujería, así fui embarcado hacia el nuevo mundo. Acompañaba a un gran hidalgo y a un viejo abad, ambos familiares del arzobispo que viajaban a la ciudad de México a ocupar puestos de relevancia en la colonia, eran los dos muy temerosos de Dios y de las dolencias del nuevo mundo, veían en su nuevo destino una tierra hostil, llena de misterios y enfermedades, el remedio a sus males supuestamente sería yo y mis conocimientos en medicina, por eso estaba allí, mi fama me había condenado.

El abad murió antes de llegar al nuevo mundo, demasiado mayor para un viaje marítimo duro quedando huérfano de uno de mis raptores, al final quedé de mancebo privado del hidalgo D. Juan de Calatrava. Después de muchos avatares y desdichas en la conquista del nuevo mundo, mi señor despareció misteriosamente una noche cerca del lago Texoco, después de ese luctuoso acontecimiento continué acompañando a la tropa ejerciendo de médico y cocinero , un buen día caí enfermo y fui atendido en el convento donde me encuentro, allí para evitar incorporarme de nuevo y ver más barbaries, tomé unas hierbas que prácticamente me llevaron al borde de la muerte, no calculé bien las cantidades, los soldados temerosos de enfermedades contagiosas me dejaron aquí a mi suerte y continuaron su camino de guerra y miserias por el inmenso nuevo mundo.

Pronto se interesó por mi Bernardino de Sahagún que se convirtió en mi hacedor, impresionado por mis dotes para la cura y la medicina, poniéndome enseguida al frente del pequeño hospital a la vera del monasterio.

La primera noche que la vi estaba haciendo unas curas en las pieles de los indígenas, el coclizti o la viruela para nosotros estaba causando estragos, la estancia era grande, repleta de enfermos, estaba cansado y con dolores de cabeza, uno de los síntomas finales de los enfermos eran delirios, locura y muerte, sus gritos nos volvían locos, así que salí  a descansar mis oídos, a rezar por tanta alma en tránsito, era noche cerrada, no había nadie fuera del portón, silencio, dolorosa quietud, sepulcral ausencia de sonido, fue entonces cuando comencé a escuchar a una mujer que voceaba y bramaba con fuerza, eran gritos desgarradores, esencia de una pena enorme, inmensa, eterna,  sentí miedo y confusión, una gran desazón y zozobra se apoderó de mí, sus sollozos eran huecos, constantes, extraños, debía aplacar ese dolor,   bajé ladera abajo dirección a la laguna, anduve un muy largo trecho, entre gritos, sollozos y un extraño murmullo, tenía que encontrar a esa pobre mujer. Entonces al lado de un riachuelo la vi, era una mujer vestida de blanco con un largo pelo largo, sedoso, oscuro, los juegos de luces de la candela que portaba y la luna recreaba una figura difusa, flotante, su piel muy blanca daba la sensación de estar enteramente pintada, su frente por el juego de luces y sombras parecía tener pequeños cuernos y sus increíbles ojos negros como el azabache parecían los hoyuelos de una calavera.

-Señora, ¿se encuentra usted bien? – la voz me salía temblorosa pues sabía que lo que estaba viendo no era normal, algo tocó mi espalda me viré y no había nada, fue entonces cuando noté que estaba a mi vera, pegada a mí, podía oler su fétido aroma, tenía cogida mi mano, sentía su tacto gélido de un cuerpo sin vida, no me atreví a girar la cabeza y mirarla, solo pude oler su putrefacto aliento y sus lúgubres palabras

-Sois portadores de muerte, mis hijos se pudren bajo tierra, ¿vas tu a aliviar mis penas Antonio? – continúo hablando en lengua indígena con mucha parsimonia – has de pagar el peaje por el viaje de los míos…

Desperté agobiado, ¿había sido todo un mal sueño?, tenía que hablar con alguien, estaba asustado, después de la oración de la mañana fui a hablar con el padre Bernardino, lo encontré como siempre escribiendo junto a otros monjes e indígenas.

-Padre he tenido un mal sueño, ayúdeme.

-Antonio, llevas un ritmo de trabajo infernal, intentas salvar vidas de una manera heroica, lucha titánica que admiramos todos, debes descansar, no puedes continuar así.

-Soñé con una mujer que lloraba como nunca antes había escuchado, su ritmo y cadencia era aterradora, era como entrar en otra dimensión, el sueño fue tan real, que todavía siento dentro de mí una pena enorme que me embriaga, pensamientos confusos me torturan…

- Antonio, esta tierra milenaria está plagada de misterios, comprender a estos pueblos, su cultura y tradiciones es muy difícil, tan solo he de decirte que has de tener mucha fe, sus creencias son muy poderosas y tienen mucha fuerza -le puso la mano al hombro y continuó hablándole- el ser que nombras le laman “la llorona”, creo que todos alguna vez hemos oído hablar de ella, dicen que es un ser que recoge almas y las lleva a otros mundos, se fuerte, estas sometido a mucha presión en tu trabajo con los enfermos, habrás oído hablar de ella y lo has soñado… en definitiva un mal sueño que has tenido que debe reforzar tu inquebrantable fe en Dios.

Poco a poco todo volvió a la normalidad, conseguí calmarme y continué con mi labor de curación, en el mes de abril de 1550 los muertos diarios ya se contaban por cientos, hombres, mujeres y niños, repartidos por todos los rincones del hospital y el convento. Los viajes eran constantes al almacén donde se guardaban las hierbas y otros menesteres, aquella noche al llegar para preparar un ungüento quedé dormido, un ruido me despertó y ahí enfrente se encontraba ella, un miedo profundo me inmovilizó, un vestido blanco y vaporoso recorría su cuerpo, con su mano derecha lo dejó caer y quedó su cuerpo desnudo, se acercó sensualmente hacia mí, parecía flotar por la sala, en ese momento noté una tremenda erección, recé, pero mis impulsos eran más fuertes que mi fe, se sentó encima de mí e introdujo mi miembro dentro de ella comenzando a moverse lenta y sinuosamente, cogió mis brazos y me obligó a abrazarla, entonces sentí que su espalda tenía el mismo tacto que la corteza de un árbol y allí donde debía encontrarse la columna estaba ¡hueco! No había nada, sentí terror, pánico y a la vez amor hacia ella y un placer inmenso, todo mi yo se vacío dentro de esa mujer, nunca había sentido nada igual. Me miraron esos ojos negros sin expresión y se levantó lentamente, desprendía un dulce y agradable aroma, en su muñeca izquierda llevaba un brazalete de oro bellamente repujado con una figura de mujer con una soga al cuello, se alejó tres pasos y su vestimenta volvió a ella como si fuese una parte de su cuerpo.

-Deberás acompañarme, tengo que cobrarme las penas por la desdicha de la pérdida de mis hijos, mi lujuria y deseo son para calmar mi inmenso dolor - entonces mientras continuaba hablando volví a oler ese hedor del primer día que la conocí y el miedo me invadió- Eres un hombre que resplandeces, pero mi pena es tan grande que ni mil almas la aplacarían, pronto tú mismo me desearás y entrarás de nuevo en mi ser, pero ya no saldrás, mientras llega ese día, cuida de mis hijos, protégelos de las penas que les atormentan - y extendiendo su brazo despareció lentamente entre penumbras.

No dormí en toda la noche, me sentía impuro, había pecado, pero también había tenido sensaciones desconocidas hasta entonces, temía perder mi fe, tenía miedo de su inmenso poder que me embriagaba.

Al día siguiente, nada más bajar a la sala principal me tope con una extraña y bellísima mujer nativa, joven de pelo negro como el azabache, la observé no estaba infectada, su mal era el  cuello casi roto, parecía que se había intentado suicidar, desde la llegada de los españoles muchísimos indígenas optaban por quitarse la vida ante un sentimiento de derrota, condiciones de supervivencia muy duras y no encontrar sentido a sus vidas,  era muy común, curé su piel con ungüento y lavé las hendiduras del cuello, las observé y las heridas desdibujaban figuras y mensajes sobrenaturales que me impresionaron,   poco tiempo más pude dedicarla, a media mañana estaba otra vez la sala llena de gritos, sangre, dolor y sufrimiento.

Ya por la noche estando en la puerta del hospicio dos novicios llenaban el carromato de cadáveres, se dirigían hacia el enorme zanjón cerca de la laguna a tirar los cuerpos, el último de ellos era la mujer del cuello roto, entonces recordé los símbolos y heridas de su cuello, quedando de piedra al relacionarlo todo con el brazalete de la mujer que llora, se me estaba avisando de algo terrible, presentí que se me indicaba un camino.

A la mañana siguiente las muertes continuaron, había un repunte muy virulento de la enfermedad, no se daba abasto con tantas pérdidas, agotado a media mañana me senté en una cama curando a un hombre de muy avanzada edad lleno de tatuajes irreconocibles por una piel vieja y muy arrugada, de repente sin saber por qué rompí a llorar desconsoladamente, el viejo me puso la mano sobre la pierna y me dijo:

-Tenpecutli ha llamado a tu corazón hijo, siento su espíritu llamándote, te reclama como suya, ahora perteneces a Xibalbá, los gemelos divinos esperan ya tu presencia- comenzó a cantar una canción en voz baja, quedé mirándole sorprendido por sus extrañas palabras, pronto dejó de cantar, había fallecido.  Agotado y muy triste me levanté marchando esa noche confuso, sin decir palabra.

Volví a mi celda, cerré la puerta y allí estaba mi cama llena de una enredadera grande y leñosa, con unas hermosas flores blancas, no me sorprendió, sentí que la mujer que lloraba quería decirme algo, así que fui en su búsqueda al riachuelo, al llegar me esperaban como una especie de comitiva de bienvenida el viejo chamán y la ahorcada cantaban en voz baja mientras me señalaban dirección al agua, según me acercaba a la orilla del lago la oí sollozar, una pena inmensa recorrió mi cuerpo, con delicadeza la cogí  su ahora cálida mano, la mujer que llora no me mostró su cara pero sentí su amor y su dolor, sumergiéndonos poco a poco en el agua o más bien en su reino, era mi bautismo en su religión milenaria, era mi renacer real en el otro mundo.

El nuevo capellán entró en mi celda, extrañado por no aparecer en los maitines de la mañana fue en mi búsqueda, pero evidentemente no respondí, un delicado perfume embriagaba la instancia, quedó extrañado, se acercó y allí me vio colgado con las sábanas de una viga al techo, era el tributo que debía pagar por haber yacido con la llorona, la joven en la marcas de su cuello me mostró el camino para llegar a ella, era el precio a pagar por estar por siempre jamás a su lado.

Los dos novicios echaron mi cuerpo a la carreta, los infectados y los suicidas no merecían campo santo, el capellán había ordenado que me mandaran al zanjón de la laguna, aunque yo ya era un mexica que vivía en la laguna.

Bernardino se enteró de mi muerte al regreso de la metrópoli, pese a ser un hombre comedido y muy educado, montó en colera con el capellán, consideró indecente que hubiera dado la orden de que me tiraran al zanjón, pues todos sabían de mi fe, integridad y bondad con los enfermos. Mandó ir a buscar mi cuerpo, pero pese a las intensas búsquedas entre los cadáveres no aparecí por ningún lado…

Al capellán a los pocos días se le mandó a predicar al desierto, todos sabían que era una pena de muerte segura.

Bernardino de Sahagún en mi honor pues le di fe de la existencia de un rumor incluyó un breve apunte sobre parte de la conversación que tuvimos y dio constancia por primera vez por escrito de la llorona en su libro “historia general de las cosas de Nueva España”;

“…aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire… los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos cornezuelos cruzados sobe la frente…”

(Historia libro I, capítulo VI)

 

Amen

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