sábado, 12 de enero de 2019

TELÉFONO PÚBLICO



Verano de inicio de los setenta
era un frío y oscuro  pasillo,
cavernas de los tiempos modernos
antiguos porque de esto hace tiempo
pero que todavía existe, pues eso, moderno.
Al fondo a lo lejos en la pared una bombilla
y debajo de ella, un teléfono público,
de color gris viejo, de textura desagradable,
moneda de dos ranuras para llamar a alguien,
la extraña magia de hablar con el ausente.

Mejor telefonear en la intimidad de la noche,
porque de día era imposible, goteo de almas,
de vecinos, guiris y ociosos veraneantes.
Si había uno con historias que contar,
si había diez personas con ganas de hablar,
incluso si no había absolutamente nadie
el poder comunicar y expresarte
requería dedicarle tiempo y monedas
que daban precio a las palabras.

No  era un Nokia, ni Samsung ni Apple,
no tenía pantalla, ni daba la hora, solo llamaba,
no daba información de nada ni de nadie,
sin internet, sin pantalla, no se cargaba,
bastaba un dedo y su disco de marcar,
número hacia arriba, retroceso y vuelta a empezar,
y ese sonido liviano y mecánico "tacatacatacatá"
miles de personas usaban un solo teléfono,
que se oía mal, que se cortaba la llamada,
el auricular pesaba, tacto duro y frío en la oreja,
que había que limpiarlo antes de usar.

¡Qué avance cuando lo montaron!
¡Qué gran acontecimiento!
El primer edificio de la playa con teléfono,
hace cuarenta años y parece que fue hace siglos
y allá en una mole de cemento, junto al mar,
en la planta baja al fondo de un pasillo,
donde hace muchos años había siempre gente
un lugar de encuentro, concurrido,
solo queda un hueco, vacío,
con un casquillo de bombilla antiguo
nadie sabe que hace allí
y pensar que hace ya tiempo
en ese rincón mágico había un teléfono
y ahora la magia es banal
y lo llevamos todos en el bolsillo.



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