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A boy and his chicken, 1912 |
Habías parado de caminar
deambulabas entre la tristeza de un fin
y un
bocadillo de crujientes gallinejas,
nuestras conversaciones ya no eran constantes
no tenían la fuerza ni el encanto de antaño,
tus sospechas te hacían mirar la puerta
como cuando quedas y no aparece nadie,
como cuando respiras profundo y te falta aire,
es lo que
tiene no saber que hoy es el día
en que el
matarife se te aparecerá delante
sin
rencores, ni venganzas, solo a cumplir su trabajo,
a sajar la
cabeza de tu cuerpo impoluto y blanco,
sin
mancharse las plumas, sin sangre en las manos
algo
aséptico, anodino, profesional y sórdido.
Y allí
estaba yo, sentado, muy envejecido
corroído y
descompuesto en mi traje negro,
rugoso como las enaguas por el luto de mi madre,
vestido de
circunstancias, despedida a una amante,
que no me
habla, ni me mira, ni me escucha,
sin jugar
más a este juego absurdo de la vida,
a la
hipocresía de fumar un Lucky Strike juntos
de compartir
caladas calientes, saliva pringosa,
de
intercambiar confidencias, amores, experiencias,
pero
ocultándome que sabes el día de mi muerte,
ese golpe
de suerte con un hacha afilada
que hará que te
comas mis carnes blancas.
Por eso
fumo, me cruzo de brazos
y espero con
desesperanza
que no venga
nadie a este matadero
que nadie
cruce la puerta
anhelo que
no aparezca,
¡que vivas
para siempre mi amor!
y que por
fin muera de hambre,
escuálida mi
alma por verte
en el altar
mayor otra vez,
sin secretos por ambas partes
toda vestida
de puro blanco.
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