Pupitres de madera carcomidos por
insectos,
niños inquietos que aplacaban su poca
ira,
que raspaban la madera inquieta,
agazapados
como orugas aburridas, termitas
consentidas,
soldados en una trinchera sin enemigo a
la vista.
Y allí estaba él, absorto, entregado a
sus pensamientos,
hablando su propio idioma
con sus gafas de visión surrealista,
con su nariz respingona y su bella
sonrisa.
Era septiembre de 1981 y yo entré en esa
clase
donde la sabiduría y la rebeldía se
amaban,
donde el orden luchaba contra todos y
nadie,
donde los borradores tenían alas,
y yo recién llegado de mi anarquía más absoluta
conocí a un revolucionario del alma
y nos hicimos amigos,
juramos ante el hijo de un Dios venido a menos
con brazos alzados y sus ocho cigarrillos
entre los dedos
que no haríamos nada por cambiar este
mundo,
que todo y nada era lo mismo, distinto,
que nuestro altar sería un banco de un
frío callejón de Madrid,
que buscaríamos a nuestra ninfa en
cualquier estanque contaminado,
que los billares serían nuestro refugio,
que los cigarrillos y las birras nuestro
kit de supervivencia,
que nuestra amistad no tenía sentido
y que no había por donde cogerla,
y ahí radicaba su fuerza,
era un desierto emanando agua fresca…
Por eso, Amigo Santi del alma,
superviviente de ti mismo,
héroe de mi mundo mundial,
quiero que sepas que yo todavía ando
perdido en el extinto colegio España,
sentado en ese pupitre,
escribiendo contigo cosas extrañas,
grabando
tu nombre en mi alma
y tú como siempre, riendo,
dando luz a mis recuerdos de loco
adolescente
a mi querido Madrid.
Dedicado a mi amigo Santiago Anguita Fontecha
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