viernes, 8 de marzo de 2019

TREN DE CERCANÍAS



Ojos rojos inyectados en sangre, luces tras el cristal indican movimiento, esas luminiscencias a veces naranjas otras blancas, cerca, lejos, de izquierda a derecha como si un loco hipnotizador estuviera frente a nosotros con un péndulo intentando dejarnos sin conciencia, ese traqueteo que te hace inclinarte levemente hacia la izquierda, derecha, hacia atrás, hacia delante, como si una madre loca estuviera moviendo levemente nuestra cuna, compulsivamente, este movimiento que mantiene el cuerpo en tensión para no perder nunca el centro de gravedad, ese mecer de cuna que te hace entrar en una modorra insufrible, ese traquetear soporífero como canción de cuna antigua de letra absurda, empalagosa, repetitiva, voces en un idioma inteligible que nos hablan de la lucha entre la muerte y la vida, una batalla entre el mal y el bien, una guerra entre el consciente y el inconsciente.

Y poco a poco entramos en nosotros mismos por la puerta del agotamiento, nuestro cerebro se desconecta lentamente, entra en negro, saliendo del mundo real como si hubiera dejado de existir, como si ya nada importara y de repente caemos a un inmenso precipicio, abrimos los ojos  y con la mano nos agarramos al frío soporte y evitamos así caer de bruces del asiento del tren de cercanías.

Sin nada en que pensar, con la mente en blanco nuestros ojos humedecidos quedan abiertos, en frente una multitud de personas, muertos vivientes, rostros sin expresión, pieles mortecinas maquilladas por fluorescentes de vagón, todos gritan su agotamiento en un silencio sepulcral, los que están sentados  leen, duermen, miran a la nada absoluta, evitan las miradas de los otros, los que están en pie se aprietan los unos contra los otros, sin tocarse, moviéndose extrañamente, como árboles en la noche al son de una leve brisa.

Un televisor en lo alto del medio del vagón muestra insultantemente una familia feliz desayunando y riendo alrededor de una mesa llena de exquisiteces, desayuno impensable, mesa imposible, familia improbable, todo una gran mentira, un restregar de una vida que nunca llegaré a tener y vuelta a esas luces sobre fondo negro, ese sonido de fondo penetrante del metal contra el metal, como el ritmo que imponía el esclavo con un gran tambor en una inmensa galera, donde los remeros son los pasajeros del tren de cercanías, que reman agotados, pero no con su cuerpo, con su mente.

Y de repente una voz suave, sin sentimiento, una voz conocida, de alguien sin cara, sin cuerpo, una voz sin alma, un susurro que esperas, una voz de mando te avisa que has llegado a tu destino, que rondas tu morada y hace que te levantes, último esfuerzo, como guerrero te armas y entablas tu última lucha con la sociedad, te enfrentas a una masa de gente que impide tu paso, que no quiere que salgas de la oruga donde estas metido, que quiere que deambules eternamente por raíles que no llevan a ninguna parte, que odia que bajes antes que ellos, que anhela el aire fresco que vas a respirar en breve, que quiere también salir de ahí.

Y por fin sales de esa prisión diaria, cadena perpetua, solo en la calle, tu cuerpo empequeñecido por la falta de espacio se agranda, se esponja, respiras y caminas despacio, no piensas en nada, tocas las llaves de casa que llevas en el bolsillo y lees tu destino, cenar, ducharse y acostarse y seguir durmiendo, que ya casi es el día siguiente, que parece que es mañana y que estoy llegando de nuevo a casa.

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