Ojos
rojos inyectados en sangre, luces tras el cristal indican movimiento, esas
luminiscencias a veces naranjas otras blancas, cerca, lejos, de izquierda a
derecha como si un loco hipnotizador estuviera frente a nosotros con un péndulo
intentando dejarnos sin conciencia, ese traqueteo que te hace inclinarte
levemente hacia la izquierda, derecha, hacia atrás, hacia delante, como si una
madre loca estuviera moviendo levemente nuestra cuna, compulsivamente, este
movimiento que mantiene el cuerpo en tensión para no perder nunca el centro de
gravedad, ese mecer de cuna que te hace entrar en una modorra insufrible, ese
traquetear soporífero como canción de cuna antigua de letra absurda, empalagosa,
repetitiva, voces en un idioma inteligible que nos hablan de la lucha entre la
muerte y la vida, una batalla entre el mal y el bien, una guerra entre el consciente y el
inconsciente.
Y
poco a poco entramos en nosotros mismos por la puerta del agotamiento, nuestro
cerebro se desconecta lentamente, entra en negro, saliendo del mundo real como
si hubiera dejado de existir, como si ya nada importara y de repente caemos a
un inmenso precipicio, abrimos los ojos y con la mano nos agarramos al frío soporte y
evitamos así caer de bruces del asiento del tren de cercanías.
Sin
nada en que pensar, con la mente en blanco nuestros ojos humedecidos quedan
abiertos, en frente una multitud de personas, muertos vivientes, rostros sin
expresión, pieles mortecinas maquilladas por fluorescentes de vagón, todos
gritan su agotamiento en un silencio sepulcral, los que están sentados leen, duermen, miran a la nada absoluta, evitan
las miradas de los otros, los que están en pie se aprietan los unos contra los
otros, sin tocarse, moviéndose extrañamente, como árboles en la noche al son de
una leve brisa.
Un
televisor en lo alto del medio del vagón muestra insultantemente una familia
feliz desayunando y riendo alrededor de una mesa llena de exquisiteces,
desayuno impensable, mesa imposible, familia improbable, todo una gran mentira,
un restregar de una vida que nunca llegaré a tener y vuelta a esas luces sobre
fondo negro, ese sonido de fondo penetrante del metal contra el metal, como el
ritmo que imponía el esclavo con un gran tambor en una inmensa galera, donde
los remeros son los pasajeros del tren de cercanías, que reman agotados, pero
no con su cuerpo, con su mente.
Y
de repente una voz suave, sin sentimiento, una voz conocida, de alguien sin
cara, sin cuerpo, una voz sin alma, un susurro que esperas, una voz de mando te
avisa que has llegado a tu destino, que rondas tu morada y hace que te levantes,
último esfuerzo, como guerrero te armas y entablas tu última lucha con la
sociedad, te enfrentas a una masa de gente que impide tu paso, que no quiere
que salgas de la oruga donde estas metido, que quiere que deambules
eternamente por raíles que no llevan a ninguna parte, que odia que bajes antes
que ellos, que anhela el aire fresco que vas a respirar en breve, que quiere también salir de ahí.
Y
por fin sales de esa prisión diaria, cadena perpetua, solo en la calle, tu
cuerpo empequeñecido por la falta de espacio se agranda, se esponja, respiras y
caminas despacio, no piensas en nada, tocas las llaves de casa que llevas en el
bolsillo y lees tu destino, cenar, ducharse y acostarse y seguir durmiendo, que
ya casi es el día siguiente, que parece que es mañana y que estoy llegando de
nuevo a casa.
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