Comenzaron las pesadillas muy pronto, de pequeño
estaba muy a menudo enfermo y tenía fiebres altas, esto me hacia sudar y
pasarlo muy mal, dentro de mí oído un zumbido me acompañaba siempre en estos
momentos, un zumbido agudo, constante, molesto y siempre estaba yo allí, en un
desierto raro, con mucho calor y yo en lo alto de una duna veía filas de
hombres que recorrían la arena sin rumbo fijo, ordenadamente uno de tras de
otro en una cola infinita y el ruido me acompañaba monótonamente, me
agobiaba mucho, me quería ir, tenía sed, me quería despertar… Y ese sueño me
acompañó muchas veces en mi más tierna infancia hasta tal punto que todavía lo
recuerdo y de vez en cuando creo oír el zumbido, muy a lo lejos, como mi
infancia…
Jugaba revoloteando como una mariposa, travieso
niño, en la cocina de Doña María, mi
segunda madre, en su vieja cocina y yo le decía:
- me bajo a la calle
- no bajes en ascensor, es peligroso – me respondía
mientras cocinaba uno de sus ricos guisos
Y allí bajaba yo desde su cuarto piso agarrándome a la
barandilla de madera barnizada, raspando la reja que protegía el hueco del
antiguo ascensor, riéndome, feliz, pletórico me iba a jugar a la calle, deseaba
ver el sol, en el último tramo de escalera a dos escalones de pisar el portal
una enorme mano vieja salió por dentro
del ascensor y me agarró del cuello y empecé otra vez a sudar, con los ojos en
blanco y de nuevo de mi alma ese grito inmundo salió de mis adentros y
encharcado en el sudor desperté solo pues los que me venían a consolar no
llegaban a mi terror.
Pánico a la oscuridad, de noche allí lo veía, al pie
de mi cama, enorme, encorvado llegaba al techo con su cabeza inclinada porque
no cabía, me miraba, imperturbable, sin muecas, terrorífico, el sudor frío me
recorría por la frente, no me podía mover, el corazón se me estaba encogiendo,
me dolía y de repente rompía a gritar histérico, descontrolado estaba siendo
perseguido por un alma sin descanso.
Finalmente en mi época oscura del internado, en esos
inmensos pasillos una noche desperté sin motivo alguno, el silencio era brutal,
hacía daño a los oídos, todos dormían profundamente menos yo que miraba al
techo y a la ventana que daba al campo y por la que nada se veía salvo el negro
de una noche profunda, al darme la vuelta contra la pared unos gritos
descontrolados, amargos de dolor comenzaron a llegar del fondo del pasillo, me
tapé entero, sin mover un músculo y un conocido sudor frío empezó a invadirme
de nuevo, como antaño, nadie oía nada, nadie se despertaba y al final saqué mis
últimas fuerzas y de golpe salté de la cama y el grito paró, mis pies en el
gélido suelo de terrazo avanzaron solos al pasillo y me situé en el medio y
allí al fondo donde las escaleras vi una silueta inmóvil, intuía que me
miraba, pues nada se veía, y poco a poco sacando valentía de donde no la había
me fui acercando y ya cerca me vi a mi mismo sollozando, acompañado de todos
mis miedos, de mi ignorancia, de mi soledad absoluta y mi sombra levantó la
cabeza y me miró fijamente me sonrió levemente, levantó la mano como
despidiéndose y desapareció escaleras abajo…
… Y en esa noche sentí que moría un poco, mis miedos
de infancia me habían abandonado, era libre, o eso creía porque al meterme en
la cama no estaba solo, al acomodarme y abrir los ojos allí estaba yo de nuevo
mirada fría, sonriéndome acompañado y detrás de mi sentí que a partir de ahora
el verdadero miedo me iba a acompañar hasta nuestros días, renovado, poderoso,
el miedo a uno mismo…
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